jueves, 28 de julio de 2011

El vacío puede presentarse de varias formas, pero ninguna de ellas es tan desoladora como aquel que sientes cuando ves que estás dejando lo mejor de ti atrás. Sigues adelante a pesar de todo, sin percibirlo, sintiendo como el alma se te escapa por cara poro, por los labios, por los ojos y las manos. Entonces te paras, miras atrás, y en ese breve instante que separa tu mundo en dos, caes en la cuenta de que ya has perdido esa parte de ti para siempre.
Caminaba por la playa en un silencio reparador casi solemne, notando cómo los últimos rayos de un Sol que abandonaba el trono del día me acariciaban la cara.
Mis pasos se hundieron en la arena durante largos minutos en cada nuevo paso, saboreando el deleite de la arena entre mis dedos. Pensé en ese tipo de cosas tenebrosas que suelen atacarme por la noche. Si cuando envejezca podré seguir apreciando cosas que a simple vista parecen tan vanas, como el tacto de la arena en la planta de mis pies, o la luz del Sol besándome la cara antes de morir.
Me quedé quieto como una estatua, en el medio de una playa desierta. El mar era mi única compañía.
Me cuestioné cosas que debería sólo limitarme a sentir; cosas que se escapan a mi entendimiento y que lo único que consiguieron fue dejarme un sabor amargo en la boca.
Y aquel momento fue bifurcándose hasta llegar al instante en el que miré a mis pasos grabados en la arena y noté cómo algo huía de mí y tan sólo dejaba pesadez.
Mi infancia se había ido, ultrajada porque la he buscado. Entonces comprendí que tan sólo dejas de ser niño en cuanto comienzas a cuestionártelo.
Y volví a perderme, esta vez para siempre.

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